Poesía barata y pensamientos al azar

—Hermano mío, ¡te lo ruego!... No me mates, haré cualquier cosa que me pidas.

Él alzó la espada sobre su cabeza y esperó, un latido, dos. Quería hacerlo, tenía esa necesidad por la venganza en su corazón, junto al dolor por su horrible traición. Su propia hermana, su gemela, su otra mitad, la mujer con la que compartió el vientre, sus alegrías, sus pesares, la que solía saber exactamente lo que pensaba. La que pensaba que era su confidente.

¡Cómo dolía saberse un tonto por depositar su confianza en ella de esa manera! 

Había creído que un secreto como aquel que acomplejaba su alma y la hacía gritar de alegría y de terror podía morir en los labios de ella, en cambio, lo había usado para hacer trizas su corazón. 

Los brazos le temblaron un poco y la espada cayó bajo su propio peso, llegando a tocar la nuca de la mujer por milímetros antes de que recobrara la fuerza y lograra detenerla. Ella sollozó, y un río pequeño de sangre salió de su nuca y bajó por sus clavículas, manchando el cuello de su vestido blanco, tiñéndolo con el precio de la casi tragedia. 

Él tiró la espada a un lado, el sonido del metal reverberando contra la piedra del suelo del castillo, y se arrodilló a su lado mientras ella seguía dejando caer lágrimas en su regazo y se negaba a mirarlo. 

—Dulce hermana…—susurró él, mirándose las manos—. Semejante traición a mí y aun así soy incapaz de matarte. No sé si soy un tonto o si mi alma aun te reconoce como parte mía —él alzó la cabeza y la observó llorar desconsolada—. Escucha esto, mujer, nuestra sangre nos unió desde un principio, pero la que hiciste derramar con tus acciones nos separó. De aquí en adelante, seremos extraños. Partiré del reino y le rogaré a Muran cada día para que te muestre el mismo dolor que me provocaste, para que pierdas, no una, sino varias personas a las que ames. Te lo juro, conocerás la gloria de amar y sentirte amada y la perderás una y otra vez porque yo te maldigo el día de hoy. 

Un trueno retumbó en la distancia y gotas de agua arremetieron con la piedra exterior del castillo mientras el olor a tierra mojada inundaba sus narices. Afuera, el cielo se había transformado de azul vibrante a un gris triste a la par que la tormenta arreciaba. 

El hombre observó una última vez a su hermana, la primera mujer a la que amó y la primera a la que odió, antes de levantarse y darle la espalda. 

—Dile a tu esposo que puede quedarse con mi título de Marqués de Palermo —anunció él, alejándose de todo lo que alguna vez conoció—. Yo ya estoy muerto. 

Trató de negarse a creer que las lágrimas eran por algo más que el luto de haber perdido al primer hombre que había amado, pero lo cierto, era que ese día no sólo había muerto él. 

Del último Marqués de Palermo no se supo nada más después del día que desapareció, el mismo en el que un viajero extranjero que se creía era un concejero de Talamyr, gobernante de Istes, fue colgado en la horca bajo la premisa que era un traidor a la causa de Witerra. 

La Casa de Palermo quedó sin heredero, pues la hermana del Marqués se negó a firmar los Acuerdos de Traspaso, murió muchas lunas después, sin hijos y en completa soledad. 

Dicen que desde ese día, cada vez que hay una tormenta es la respuesta de la Diosa Muran al Marqués y el alma traicionada de un hombre o mujer es vengada.