Por Kya Hurtado
*Escrito originalmente
en agosto del 2013
El
cuervo de ojos amarillos grazna posado sobre la copa de un gran árbol mientras
las ramas crujen bajo el peso de mis pasos. El aire, denso y frío, raspa las
paredes de mi pecho con cada aspiración. A lo lejos, la oscuridad se cierne
sobre el vasto cielo, moviéndose como el humo de un cigarrillo, danzando sobre
el bosque. El canto de los grillos empieza a la derecha de mi cuerpo. Primero
uno, luego otro y otro y otro hasta que es imposible distinguir cuántos son. El
sonido crece al mismo tiempo que la oscuridad engulle las cimas de los árboles
cercanos a mi posición. Un hormigueo surge desde la punta de los dedos de mis
pies, expandiéndose, acompañando el extraño canto de los insectos que cesa
justo cuando la oscuridad se divide en dos siluetas con forma de adultos.
Ambas, se desplazan por el aire a una velocidad imposible de describir que
podría jurar viene junto con un susurro inteligible que aumenta a medida que se
acercan a mí. Cerca, están demasiado cerca. No, se estrellarán, ¡NO!
Abro los ojos.
Mierda.
Ha sido un sueño. Un par de parpadeos y descubro que
el murmullo inteligible era mi madre anunciado la hora. 4:30 a.m. Es martes y
en más o menos una hora debo salir de casa, internarme en las calles de la
ciudad y llegar a la universidad para una clase que debería estar prohibida
antes de media mañana.
Peleo con las cobijas intentando liberarme del letargo
producido por seis horas de sueño. Inevitablemente, pierdo la batalla. La
tentación de cerrar los ojos e inducirme voluntariamente en un sueño ligero es
demasiada, incluso para mí. Mi último pensamiento coherente es que la cama está
demasiado vacía.
La siguiente vez que despierto es por culpa de la gata
que me ha saltado en la cara. Jodida
Latika. Me doy la vuelta para tratar de dormir pero es bastante imposible
hacerlo con el golpeteo de mi madre recordándome la hora. 5:10 a.m. Reflexiono
un par de minutos sobre si debería levantarme o no pero al final decido que lo
más conveniente es quitarme las lagañas. Eso o mi mamá vendrá a arrebatarme las
cobijas.
Con los ojos entreabiertos y maldiciendo el frío de
cojones que hace, camino hasta el baño recitando las razones por las que faltar
a clase no es una opción. Primero, ya estoy despierta. Pero aún no te has bañado. Segundo,
falté el jueves. No ir no hace daño.
TERCERO, mi mamá me obligará a ir. Bueno, bueno, no te exaltes.
Una vez en la ducha y mientras produzco espuma con el
jabón, maldigo a mis antepasados por otorgarme tan poco cerebro. Es que aún no
me explico cómo coño se me ocurrió coger esa clase a las seis de la mañana si
en tres años nunca había despertado antes de las ocho. Nop. Sigo sin
explicarlo. Silencio mis divagaciones con el ruido del agua al caer y de paso
termino de despertarme del todo.
Totalmente bañada y mirándome (o no mucho) al espejo,
me cepillo los dientes mientras cuento cuantos puntos negros me han salido
desde ayer. Uno, dos, tres, cuatro. Sí, cuatro. Pero no, no vale la pena sacármelos tan temprano. El agua gotea
desde mi pelo empapando la alfombra de peluche blanco que mi mamá tanto insiste
que usemos después del baño. Nunca entenderé porqué para vestirse sí tiene
gusto pero para los accesorios de baño parece con ceguera temporal. Me seco el
cabello con la toalla y me envuelvo en ella para salir del baño.
Frente al closet, descarto cuatro camisas y dos
pantalones bastante arrugados. No es tan difícil completar el conjunto con los
tenis y la chaqueta; el problema llega cuando no encuentro ni una sola media
par. Dos sostenes y unos calzones vuelan por el aire junto con la salida de un
vestido de baño que ya no me sirve. ¿Dónde
carajos estará la otra media? La búsqueda se extiende por el resto del
cuarto. Entre la ropa sucia. Nada. Encima del escritorio. Nada. Al lado del
televisor. Nada. Debajo de la almohada. Nada. Detrás de la cama. Lotería. Me pongo las medias, los
zapatos y tiro el folder y los lapiceros dentro la maleta. La billetera es un
caso más delicado porque no sé si compré helado ayer o el domingo. Al final,
recuerdo que la dejé en la mochila así que va a parar también en la maleta. El
celular y las llaves dentro de los bolsillos del pantalón. Reviso la hora
apenas cierro la puerta del cuarto. 5:37 a.m. Todavía hay tiempo para un café.
En la cocina, mi madre habla sobre el almuerzo (aún no
hemos desayunado) y pregunta a qué horas volveré. Reniega porque no he comido
nada y prometo comprar empanadas y más café apenas salga de clase. La gata
llora por un pedazo de carne y entierra sus cuchillas, perdón, sus uñitas en mi
pantalón. La tiro de un manotazo mientras mamá dice que es culpa nuestra por
mimarla tanto. Yo sólo ruedo los ojos. El
último trago de café es el signo de despedida, beso a mi madre y maniobro con
la gata y el perro mientras abro la reja. El reloj apunta la hora exacta. 5:45
a.m.
Aún no amanece y el frio se cuela entre la ropa
alojándose en los huesos. Un mar de hombres, mujeres y niños camina a mí
alrededor esquivando carros y motos que pitan demasiado duro y demasiado
temprano. Frente al hospital San Vicente le compro a don Jaime un café que no
logro saborear como es debido por culpa de un travesti que me persigue para contarme
la historia de unos hongos vaginales que necesita tratar. Le regalo el café
porque sinceramente no quiero saber nada de hongos “no contagiosos”.
5:54 a.m.
Ya en los torniquetes de la universidad una pequeña
lucha se forma entre mis manos y la billetera que va ganando porque no la
encuentro. El folder y un par de libros terminan en el suelo y por allá, en el
fondo, la encuentro debajo de unas hojas que no recuerdo estuvieran ahí. Sin
dedicarle otro pensamiento a ello me encamino al bloque cuatro, piso tres, aula
diez. Reviso el reloj una última vez. 6:07 a.m.
Dentro del aula, tres cuartas partes del tablero ya
están llenas de frases, números y fórmulas que, a primera vista, no tienen
sentido. La mayoría de mis compañeros ya están allí y no puedo evitar pensar
que por más que intente llegar a tiempo es imposible. Cambie la rutina o tome
atajos siempre llegaré diez minutos tarde y tendré que dejar una hoja en blanco
para desatrasarme.
Definitivamente, debí haber elegido álgebra y
trigonometría de las diez.