Poesía barata y pensamientos al azar

“Esa hijueputa plata era mía”, es lo primero que escucho al doblar la esquina de la cuadra de mi casa, son las cinco de la tarde y don Enrique ya está borracho. El balbuceo incoherente de don Manuel, un señor que vive a tres cuadras de mi casa y quien parece estar en el mismo estado que don Enrique, da a entender que también está enojado. ¿Quién con quién? Vaya usted a saber.

He vivido en Prado Centro por los últimos cuatro años y no he presenciado ni una sola tarde en que ambos no estén ebrios, hablando a los gritos de problemas recientes y siempre sentados en la acera de la cuadra, a veces al lado de la tienda de don Amador y la mayor parte del tiempo, debajo del balcón de mi casa.

Ninguno de los dos da indicios de mi presencia cuando me paro al lado de ellos para abrir la puerta de mi casa, es una escena graciosa, don Enrique con su ropa gastada y sucia, las manos arrugadas y temblorosas, gritándole a don Manuel que no se queda atrás con las palabras duras. Por lo general, ambos son relajados, bebiendo de la botella de chirrinchi que sólo les cuesta $900 y que fácilmente les puede durar toda la noche si sólo están ellos dos.

Según datos de la Organización Mundial de la Salud, Colombia es el doceavo país con mayor consumo de alcohol en América Latina con 6,2 litros anuales por persona y Antioquia, junto con la Costa, son las zonas que lideran el consumo con 8,8 litros per cápita al año. Un promedio de 1,8 en 100 mil muertes al año se debe a enfermedades causadas directamente por el consumo excesivo de alcohol, aunque no se pueden descartar otros incidentes como lesiones por accidentes de tránsito, homicidios y suicidios que pueden ser relacionados con la bebida.

Beber en la vía pública no está prohibido, como tampoco lo es venderles licor a las personas siempre que sean mayores de edad, sin embargo, en algunas ocasiones la policía ha venido a la cuadra y ha hecho ir al grupo que a veces se reúne con don Enrique porque “alteran el orden público”. La única de estas escenas que he presenciado fue a principios de este año, cuando don Enrique y Mario se pusieron a pelear, según los vecinos fue porque Mario, como siempre que yo lo veo, estaba haciendo comentarios grotescos a cuanta muchacha joven pasaba por el lado de ellos. La policía tuvo que separarlos y llevárselos a ambos a la estación. Pero eso no les sirvió de nada porque a los días ya estaban devuelta en el barrio, bebiendo y hablando a gritos.

Son casi las seis cuando salgo de mi casa a sacar a los perros, la discusión parece haberse calmado. Ahora se les ha sumado doña Marta que luce tan frágil que a veces me da susto que se la lleve el viento; con ella esas reuniones suelen aplacarse mucho, justo ahora están hablando de la hija de ella, una treintañera que acaba de perder el trabajo y que ni sabe qué va a hacer para mantener a sus dos hijos, de ocho y doce años, y a la misma Marta, que también vive con ella. “El futuro se nos presenta incierto”, dice ella antes de recibirle una copa de plástico llena con chirrinchi que don Enrique le pasa.

Lo cierto es que la situación de los tres (y también la de quienes a veces se sientan a beber con ellos) es bastante precaria. A don Enrique algunas veces me lo he encontrado durmiendo en las bancas del parque de la esquina, cubierto por una delgada cobija que algún vecino del barrio le ha puesto encima. A él suelen tenerle mucha más compasión que a el resto porque don Enrique es una buena persona, siempre está dispuesto a hacer algún favor, así sea que esté muy borracho; desde subir paquetes pesados a la casa de alguien hasta a ayudar a doña Beatriz a subirse al taxi que le va a llevar a la cita médica del mes. 

Don Manuel trabaja en la cuadra donde antes quedaba la Clínica del Prado y que hoy es la Clínica Vida, una unidad para servicios oncológicos, lleva a los pacientes del taxi a la clínica y viceversa, limpia parabrisas, barre los frentes de algunas casas, le hace mandados a los ancianos que viven en el barrio, trabaja lo que puede para sacar plata para pagar los cinco mil que le cobran por la quedada en una pieza cerca de la estación Prado del Metro, para comprar cualquier pan para comer y, por supuesto, para beber. Don Manuel es de esa clase de personas que no hace algo a menos que se le dé la liga, es educado eso sí, pero para favores es preferible hablar con don Enrique.

Y en esas se pasan la noche, bebiendo y a veces hasta riéndose, hablando de tal o cual vecino, del partido de fútbol del día, de lo que don Manuel escuchó en la radio esa mañana, es difícil seguirle el paso a una conversación tan aleatoria, que pasa de un tema a otro sin aviso, y a la que a veces no se le entiende nada porque, de tan borrachos, ni pueden hablar bien.

A las diez de la noche, más o menos, doña Marta se despide, camina tambaleante y despacio a su casa, después de todo a la mañana siguiente tiene que levantarse a despachar a los nietos para el colegio y a la hija que lo más seguro es que vaya a salir a buscar trabajo. Don Manuel es el que sigue, si a las once no llega al inquilinato donde vive ya no lo dejan entrar y “dormir en la calle es duro”, oigo que le dice a don Enrique, el único que queda y sigue bebiendo y de vez en cuando fumando del paquete de cigarrillos Kent que siempre mantiene en el bolsillo de la camisa, él no tiene qué preocuparse por llegar a una casa.

Don Amador, el dueño de la tienda, una vez me comentó que don Enrique “vivió 25 años en el barrio y hace 12 que bebe, ahora ni siquiera tiene una casa a la que llegar por las noches”; ese tipo de cosas te deja pensando porque ese hombre flaco y desgarbado, siempre dispuesto a ayudar a los vecinos desde que no esté demasiado ebrio, perteneció a un lugar no hace mucho tiempo, y ahora, pasa sus noches tal vez olvidando sus penas con una botella de licor barato y consolándose con la compañía de otros que, como él, ya no tienen nada que perder.